Una meditación by Juan Benet

Una meditación by Juan Benet

autor:Juan Benet [Juan Benet]
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788466373487
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2023-05-05T00:00:00+00:00


Pero su primer serio contratiempo lo sufrió con el viejo Ruan; se creyó en la obligación de ir a saludar al viejo maestro y en el curso de la conversación debió salir su teoría acerca de la mejor interpretación que podía darse a los versos de su hijo, derivada de sus conocimientos fragmentarios pero sólidos aprendidos en la Relación de muros. Se oyeron voces altas, ruidos de muebles, golpes de libros y más voces y Andarax o Andorax salió corriendo de la biblioteca de Escaen para no volver a poner los pies en la casa —lo tenía jurado— mientras viviese el viejo. Cuando pienso en aquellos días no puedo apartar la idea de que en un rincón de cada habitación hay, apenas disimulado, un orinal. Como dije, se llamaba Andorax, o algo así, y vino a confesar que la verdadera razón de buscar refugio en Región era una desagradable historia familiar, en la que se hallaba envuelta una hermana apenas salida de la pubertad, que a punto estuvo (de no haber sido por su voluntaria renuncia y ulterior exilio) de provocar toda una tragedia un día de tramontana. Fuera o no fuera cierta la historia de la perla y el baile, la realidad es que no llevaba todavía un año merodeando por Región cuando Rosa de Llanes —que era bastante más alta que él— se lo llevó a su casa, con el pretexto de administrarle la medicación adecuada. Y de aquella casa —un chalet de bastante mal gusto, no lejos de Escaen, que Rosa mantenía descuidadamente porque solamente lo utilizaba para lo que ya se puede suponer— no había de salir más. Con el rapto su condición fue cambiando; su piel se fue etiolando, sus maneras se hicieron más finas, sus manos más delicadas y expresivas y su dicción poética —carente de la locuacidad y verborrea de antes— mucho mejor acordada de tono y acento. Sobre todo dejó de ser un hombre agresivo e impulsivo, sentado casi siempre en una silla de anea a la que se había acondicionado y encajado un orinal, con un aro de gutapercha para evitar la formación de un callo, cubiertas las piernas con una manta escocesa, los ojos llorosos y emocionados que no podían dejar pasar un rato sin volver la mirada hacia la silueta del Monje, y un dedo índice entre las páginas de un grueso volumen de Leopardi, elegantemente caído en su regazo. Ni que decir tiene que también Rosa cambió con el suceso, y mucho. Ya no sería más la persona que sólo pensara en fiestas y diversiones, que no paraba nunca en casa. Frisaba entonces los cuarenta años y de la convivencia con aquel hombre (nadie se habría atrevido a afirmar que una mujer tan pretenciosa —que gustaba tanto alardear de su rica experiencia con toda clase de hombres— fuera a detener los ojos sobre él) parecía extraer lo que en vano había buscado en otros mucho más atractivos, para paladear unas costumbres hacia las que hasta entonces había significado el más despectivo menosprecio.



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